Pascal lector de Montaigne. Lectores del hombre. (I)
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Le copio a Brunschvicg. Por supuesto, antes de leer esto, tienen que leer a Brunschvicg. Y todavía antes a Montaigne y a Pascal. También a Descartes. Pero tengo que advertirlo de inmediato, es lo primero que tengo que hacer: le copio a Brunschvicg porque fue él, quien, impresionado tras la lectura de estos tres genios de la primera modernidad, escribió un libro acertado en todas sus líneas bajo el título de Descartes et Pascal Lecteurs de Montaigne. Su propósito es otro, más sobrio, elegante y consumado; el mío es personal y casi quijotesco, aunque espero no raye en el mal gusto de lo caricaturesco. No es útil, pero tampoco perdí el tiempo. Es, se puede terminar creyendo, un ajuste de cuentas, colocar las cartas sobre la mesa, con las manos abiertas sobre ella y mirándose a la cara, admirado de que tanta grandeza pueda haberse dado en hombres que ahora están muertos. ¿Qué significa que ellos estén muertos? Al leer a Brunschvicg parecen vivos, de hecho viven. Al leerlos acá espero no acabar por matarlos. Aunque no puedo hacer tan gran cosa. Menos cuando para mí están vivos, asombrándome, insuflándole ánimo a una dedicación a la filosofía a la que a ratos parece que se le han arrancado los bueyes y la carreta. Léase a Brunschvicg, esa es toda mi disculpa y la recordaré al final. Y todavía antes léase a Montaigne y a Pascal. También a Descartes.
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I. “Montaigne no tiene razón” (287)**.
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En sus Pensamientos, Pascal cita a Platón, Aristóteles, Arcesilao, San Pablo, Séneca, San Agustín, Santo Tomás, Milton, Montaigne, Descartes, Galileo y Corneille, entre los que, sin mayor cuidado, encuentro cruciales al hojear el escrito. Extraño profundamente menciones honrosas a Sócrates. Pero las hay a Cristo. En conjunto (¡si lo hay!), todos ellos son interlocutores de un Pascal ávido por desentrañar cuestiones morales y religiosas en sus últimos años de vida, no más de diez hasta su muerte el 19 de agosto de 1662. Sin embargo, ya no sin cuidado alguno, sino de manera estudiada, me atrevo a afirmar que de todos ellos, aquél con el que el diálogo fue más franco, difícil, prolongado y productivo, fue con el autor de los Ensayos. Pascal leyó a Montaigne como se suele hacer en filosofía, como Platón escuchó a Sócrates y Aristóteles a Platón, es decir, con pasión y molestia, con admiración y repulsión, deliberadamente seducido y a la vez sumergido en un irremediable sentimiento de culpa. No lo soportaba, pero le interesaba. Le buscó errores a fuerza de mantenerse en pié y si no los encontraba, los inventaba, al punto de que los malentendidos creados sólo el tiempo los ha venido a juzgar con alguna precisión.
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Las invectivas son pocas, pero viscerales y decisivas. Sostiene Pascal en una de las primeras: “Montaigne. Los defectos de Montaigne son grandes. Palabras lascivas; eso no vale nada, mal que le pese a Mlle. de Gournay. Crédulo, gentes sin ojos. Seguramente, cuadratura del círculo, mundo más grande. Sus sentimientos sobre el homicidio voluntario, sobre la muerte. Inspira una negligencia para la salvación, sin temor y sin arrepentimiento. Su libro no estaba hecho para conducir a la piedad; pero siempre se está obligado a no desviar nada de ella. Se puede excusar sus sentimientos, algo libres y voluptuosos en algunas ocasiones de la vida (III, 9; II, 12); pero no pueden excusarse sus pensamientos del todo paganos sobre la muerte; porque es preciso renunciar a toda piedad, si no se quiere a lo menos morir cristianamente: según esto, él no piensa en todo su libro sino en morir laxa y muellemente” (77). Y fascina oír del mismo Montaigne que su libro es, por el contrario, “de buena fe” (Ensayos, p.3). Dice: “no quiero sino que se me vea en mi manera sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque solo me pinto a mí mismo (…) Así, yo mismo soy el tema de mi libro” (Ensayos, p.3). Ante lo cual Pascal no escatima reproches, una vez más, no se hace esperar: “Necio proyecto que él ha de manifestarse, y no como de paso y contra sus máximas, como sucede a todo el mundo en el errar, sino por sus propias máximas y por designio principal. Porque decir necedades por acaso y por debilidad es un mal ordinario; pero decirlas por designio, esto es lo insoportable.” (76). Aún más: si Montaigne dice yo mismo soy el tema de mi libro o me pinto a mí mismo, Pascal replica: “el yo es odiable (…) En una palabra, el yo tiene dos cualidades: es injusto en sí, porque se hace centro de todo; es molesto a los demás, porque los quiere reducir a servidumbre: porque cada yo es el enemigo y quisiera ser tirano de los demás” (136). Con Pascal uno se pregunta: ¿qué razón podía tener Montaigne para pintarse a sí mismo y darse a conocer, siquiera a su familia? ¿Qué podía motivarlo a eternizar su vida pagana, su neo-estoicismo teñido de una lectura autocomplaciente y dulce del Eclesiastés y de los antiguos estoicos, principalmente de Séneca? Con Pascal, no lo sabemos. Afortunadamente, aunque sin el autor de los Pensamientos de nuestro lado, ¡lo hizo!, y eso es gran cosa porque, por un lado, el haberlo hecho se constituyó en la causa que despertó la irascibilidad de Pascal y acabó por arrastrarlo hacia la filosofía y a la reflexión moral; y, por otro, es todavía hoy para nosotros el recuerdo grato de un hombre elevado que, aunque sólo hombre, da cuenta de una de las pocas luces que sacan a la humanidad de su cósmica oscuridad.
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La sensatez de Montaigne es aplastante y no deja lugar a replantearse el juego, a querer pensarlo de otra manera, a que las sectas se sirvan de él para hacer como si él hubiera dicho lo que ellas ahora quieren decir, pero con palabras remozadas. De él puede decirse: es el que es, aunque sólo hombre. No duda en reconocer sus defectos: “doy a mi alma tal o cual semblante según el lado del que la hago descansar. Si hablo de mí diversamente, es porque me miro de modo diverso. Soy vergonzoso, insolente, casto, lujurioso, charlatán, taciturno, laborioso, delicado, ingenioso, torpe, áspero, bondadoso, embustero, veraz, sabio, ignorante, liberal, avaro y pródigo. Todo eso lo hallo en mí según mis cambios, y quienquiera que a sí mismo se mire, dará con igual volubilidad y discordia” (II, 1, 10). Y de la misma manera: “los otros autores forman al hombre, mas yo lo describo, y así represento individuos malformados que, si yo hiciese de nuevo, fabricaría de otra manera. Más, como quiera que fuese, ya están hechos. Los rasgos de mi pintura no se extravían, aunque se diversifiquen y cambien (…) No puedo asegurar mi objeto porque se tambalea y turba como por embriaguez natural. Lo tomo en el punto en el que lo examino, y no pinto su ser, sino lo que me muestra al pasar” (III, 2, 19). Por supuesto, Pascal no se desentiende de esta sensatez montañezca; reconoce, pues, que “lo que Montaigne tiene de bueno no se puede adquirir sino difícilmente” (78), pero de inmediato recalca que “lo que tiene de malo, aparte de las costumbres, puede corregirse en un momento con advertirle que forjaba demasiadas historias y que hablaba demasiado de sí mismo” (78). A diferencia de Montaigne, Pascal forma y no se contenta con describir: “Montaigne no tiene razón: la costumbre no debe seguirse más que porque es costumbre, y no porque sea razonable o justa” (287). Pascal todavía cree que no basta con la descripción de las costumbres y el reconocimiento de ellas, sino que es preciso posesionarse de ellas y reformarlas para formar, en definitiva, al hombre. Dice: “Es necesario conocerse a sí mismo; aún cuando eso no sirviera para hallar la verdad, serviría al menos para reglar su vida, y no hay nada más justo” (81). Y Montaigne parece no querer reglar ni su vida ni la de nadie, al menos escribiendo los Ensayos.
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II. Pascal y Descartes lectores de Montaigne. Conjeturas.
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Cuando Descartes y Pascal se reunieron por única vez los días 23 y 24 de septiembre de 1647, es muy probable que no hayan hablado de Montaigne. Tal vez Descartes pudo haber dicho algo acerca del escéptico, a quien ciertamente había leído, o quizás al menos pudo haber ostentado algo de su influencia en la agudeza de sus juicios respecto de las cuestiones prácticas. No es muy difícil discernir la influencia de Montaigne y del neo-estoicismo en el capítulo 3 del Discurso del método: en esas pocas páginas, el filósofo luce su sensatez y sabiduría, las de un filósofo a la antigua, de esos cuyo rostro, inclinación de la espalda y modo de andar no pueden sino dar cuenta del ideal de hombre y de vida práctica que determinan irremediablemente sus acciones y sus más arraigados prejuicios. Cualquier lector medianamente atento encuentra allí a Montaigne. Sin embargo, lo lamentable de esas reuniones entre Descartes y Pascal, es que la evidencia señala que en 1647 este último todavía no conocía a Montaigne: se sugiere que lo leyó en la edición en folio de 1652 y que allí anotó algunos de sus pensamientos y que de allí, además, extrajo numerosas citas y reflexiones que dieron forma a las ideas que lo mantuvieron en vela, enfermo y agotado, los últimos años de su vida. Hay quien dice que lo leyó recién en 1657/8, pero hay, también, quien dice que fue en 1654/5 y quien asegura que en 1655 ya lo conocía y en la edición mencionada. ¿Por qué tantos datos y conjeturas? Porque a este respecto son cruciales. La conjetura: si Pascal hubiese leído a Montaigne con anterioridad a su encuentro con Descartes, la conversación no hubiera agotado al filósofo del espíritu de fineza con discusiones que solamente abordaban temas científicos y matemáticos, que giraban, literalmente, en torno al vacío, y que fueron lo suficientemente agobiadoras como para producirle a Pascal un dolor de cabeza insoportable que le impidió continuar los encuentros con el que tal vez él hubiera querido llamar (con cierta injusticia propia de la relación entre dos filósofos) el mero espíritu de geometría, Descartes. Quién sabe: si Pascal hubiese conocido a Montaigne en aquél entonces, a lo mejor no le habría tolerado al Descartes de 1647, imbuido en sus trabajos de medicina, hablar de matemáticas y de ciencias físicas y lo hubiera obligado, en cambio, a hablar de cuestiones morales, de las consecuencias antropológicas del universo repentinamente infinito, de la necesidad de la fe, de la necesidad de apostar por la existencia de Dios, de la torpeza del aburrimiento, de la vulgaridad de la diversión, del imperio de la imaginación, en el fondo, de los hombres. En lugar de ello, puede ser que aquella experiencia de reunirse con Descartes haya sido suficiente para que Pascal terminara escribiendo que “toda la dignidad del hombre consiste en el pensamiento. Pero, ¿qué es este pensamiento? ¡Qué necio es!” (263); o, peor aún, para que haya llegado a la conclusión: “el hombre es una caña, la más débil de la naturaleza, pero una caña pensante. No es menester que el universo entero se arme para aplastarla: un vapor, una gota de agua, es suficiente para matarlo” (264). Injusticia de Pascal: si hubiera conocido a Montaigne y, en consecuencia, hubiera discutido temas morales con Descartes, entonces habría reparado en la sensatez filosófica del Descartes estoico de 1637 respecto de las cuestiones prácticas.
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Es bien sabido que la producción intelectual de Pascal es la de un genio en las diversas áreas de las ciencias que cultivó: física, matemática, geometría en su infancia y descubrimientos científicos de la más diversa índole en su primera adultez, desde el triángulo de Pascal, todavía enigmático en nuestras escuelas de Matemáticas, hasta la invención de la máquina de calcular y de un proyecto de locomoción publica, similar a nuestro Transantiago, pero que en aquél entonces se implementó en París por primera vez y, por supuesto, con buenos resultados. Sin embargo, la otra parte de la producción intelectual de Pascal tiene que ver con la moral y la religión. El punto de quiebre está marcado por un hecho que sin duda tiene su lugar reservado en la historia de la filosofía y que afortunadamente conservamos en su integridad. Se trata de la noche del 23 de noviembre de 1654, entre las 22:30 y las 00:30, cuando Pascal escribe en un papel: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y eruditos (…)”, cayendo en una suerte de éxtasis emocional que lo deja postrado, agotado intelectualmente, desvalido físicamente, pero convencido de la existencia de Dios, de la necesidad de Cristo y de la religión para el hombre. Y no se trata en este caso de que se tenga que enfatizar solamente el carácter religioso de la iluminación de Pascal aquella noche, sino que, en realidad, lo que se produce es el giro de sus reflexiones, de sus preocupaciones intelectuales, de sus inclinaciones prejudicativas, por no decir una vez más prejuiciosas, unido al nacimiento del fervor incansable con el que, en sus últimos años, tomará al hombre como objeto de su consideración, lo pondrá ante su existencia, ante el orden del mundo, ante su finitud inextricable y le enrostrará sus flaquezas y la risibilidad desconsoladora de sus quehaceres y afanes. Y todo esto, por cierto, con gran estilo, estoicamente, sin neo-estoicismo de por medio, es decir, con una sonrisa que se descubre en los labios entreabiertos y en los ojos lejanos entrecerrados. Pascal cae en la cuenta: “es preciso escribir en contra de los que profundizan demasiado las ciencias. Descartes” (193); o también: “la ciencia de las cosas exteriores no me consolará de la ignorancia de la moral en tiempos de aflicción; pero la ciencia de las costumbres me consolará siempre de la ignorancia de las cosas exteriores” (195).
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SEGUNDA PARTE
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