Esquema para un ensayo naturalista y popular sobre la metafísica y el hombre
Pasando los días, fui encontrando sospechoso que ante la pregunta de mis alumnos: “¿Y qué es filosofía?”, me quedara callado un momento para luego responder con evasivas, gestos, miradas y bromas, hasta llegar a sostener con tono profundo y aparentemente serio, cuando sentía que el tema se me iba de las manos, que la filosofía no tenía definición, que era distinta en cada filósofo y que, en general, el único acuerdo al que se llegaba al respecto era –casi jaspersianamente– que la filosofía era una cuestión que tenía que intentarse, que se realizaba en el intento y que, no obstante cada intento condujese a un fracaso como al mejor fin al que podía optar, esa era la única manera de poder descifrar qué es la filosofía en un momento dado. Claro, recordaba entre mis antiguas lecturas las respuestas que Ortega y Gasset y Heidegger habían avanzado, cada uno a su manera, con su propio estilo y armados de sus propios supuestos, sin ser capaces de llegar a una respuesta definitiva. Más lejos me iba cuando recordaba las majestuosas palabras de Dilthey, quien en su “filosofía de la filosofía” llegaba paradójicamente a concluir, con cierta emoción que se traslucía en sus palabras y que evidenciaba su íntima experiencia, que la tarea de la filosofía era, justamente, la de demostrar que la filosofía en cuanto sistema es imposible y que toda nueva empresa encaminada a delimitarla en su naturaleza era (o, más bien, tenía que ser) sencillamente una ejercicio más que se sumaba a la ya histórica sucesión de sistemas que quedan incompletos, inacabados, débiles por las suposiciones que tenían que fortalecerles y ridículos, en el fondo, por las pretensiones que, en un comienzo, tenían el fin de presentarlos al mundo con la solemnidad debida a una tan basta empresa.
“¿Qué es filosofía entonces?” – “No lo sabemos”, respondía yo. “¡Pero defínala!”, se me insistía. Entonces me olvidaba de mis lecturas y enredos y les decía con la academia de mi lado: “La filosofía es el amor a la sabiduría”. Todos guardaban silencio, escribían y yo, para coronar la situación, iba al griego y lo escribía en caracteres muertos, sirviéndome de las pocas palabras que todavía voy recordando. Ahí quedábamos todos convencidos y, por lo mismo, al menos yo, seguro de estar en un error. No sé bien por qué un día, para decirles lo que era la filosofía y explicarla, sostuve que la filosofía era una disposición natural a plantearse ciertas preguntas, una disposición de la misma índole que la disposición que algunos tenían a que les doliera la cabeza, o la vista, o la espalda, etc. La filosofía es como el sueño, el hambre o el cansancio: hay cierta disposición natural (orgánica) a que surjan esos estados de la misma manera en que hay cierta disposición natural (orgánica) a que surjan cierta clase de problemas que solemos reconocer como filosóficos. Les ponía el caso: “A muchos de nosotros nos da sueño en algún momento hacia la noche o, incluso, a mitad de tarde, después de almuerzo, y eso nos indica que muchos de nosotros tenemos la disposición natural a que nos dé sueño; pero, en cambio, a mí nunca me ha dolido la cabeza, lo cual me indica que carezco naturalmente de esa disposición. Pues bien, algo similar pasa con la filosofía, que, siendo aquella disposición natural a plantearse naturalmente ciertas preguntas, se manifiesta más en unos que en otros, aunque es común suponer que radica en la naturaleza humana y que, por ende, es lícita la afirmación sustancial de que la filosofía es natural al hombre, aunque estadísticamente quede todavía por averiguar en quiénes se da con mayor fuerza y en quiénes no.
La salida que ofrecía mi respuesta me pareció extremadamente buena, dadas mis inclinaciones al naturalismo metafísico. Pensar que la filosofía no es nada superior ni diferente a un dolor de cabeza, era una idea que me tranquilizaba lo suficiente como para aumentar notablemente mi sensación de felicidad. A poco andar adoctrinando a mis alumnos –que, por una razón que me es extraña, suelen escucharme con mucha atención– descubrí que la idea de la filosofía como disposición natural no era original mía, sino que la tomaba de mi maestro Kant, en quien me he interiorizado tanto que, como un Roquentín cualquiera –aunque con mejor salud mental–, ando por ahí diciendo cosas que creo mías pero que, en realidad, son deformaciones de las de otro. Kant, efectivamente, distingue entre una metafísica como ciencia y una metafísica como disposición natural (Naturanlage). En su primera Crítica (1781) concluye, más o menos, en la afirmación de que para la ontología (primera parte de la metafísica o metafísica general) es posible el camino seguro de la ciencia, tal como lo demuestra la teoría especulativa en la estética trascendental y en la primera parte de la lógica trascendental; mientras que para la psicología, la cosmología y la teología racionales (divisiones que conforman la segunda parte de la metafísica, la especial) no es posible el camino seguro de la ciencia, no obstante lo cual ellas puedan aspirar a mantenerse firmes en su lugar, una vez morigeradas sus pretensiones científicas, en la medida en que se reconocen como cuestiones que descansan en la naturaleza misma de la razón. Vale decir, la dialéctica trascendental nos muestra que es ilusorio pretender responder científicamente (esto es, mediante juicios sintéticos a priori) a las preguntas sobre la inmortalidad del alma, el orden del mundo y la existencia de Dios, pero es igualmente ilusorio querer deshacerse de dichas preguntas, ya que la razón las arrastra insoslayablemente consigo.
De seguro Kant sabía bien lo que quería decir con su distinción entre una metafísica natural y otra científica. A veces me da la impresión de que apuntaba de antemano mucho más lejos de lo que, a primera vista, se deja ver en la primera Crítica. Uno de los pasajes en que me baso es nada menos que la conclusión a la Crítica de la razón práctica (1787), en donde, con un énfasis que le era propio en sus años de juventud y que en la década del 70 yo apostaría a que perdió debido a sus ocupaciones tan áridas, memorablemente afirma poco más o menos así: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto…: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí… Son cosas que no debo buscar fuera de mi círculo visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo trascendente. Las veo ante mi y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia”. Mi sospecha, en este punto, es la siguiente. En los escritos de Kant rara vez sobran palabras, y este no va a ser el caso, y sus palabras, además, están siempre entretejidas en una trama de ideas que rige con constancia titánica el orden de su pensamiento. Siendo así, parece resultar claro que en el pasaje referido el cielo estrellado sobre mi remite a la metafísica general y, por ende, a la parte científica de la metafísica (la ontología), mientras que la ley moral en mí remite a la metafísica especial y, por ende, a la parte no científica de la metafísica (psicología, cosmología y teología racionales); pero algo mas: el mismo Kant señala que ambas se ven ante mí y no en lo trascendente, lo cual es prueba de que ambas partes de la metafísica son estrictamente naturales y que la única diferencia entre ellas es que una logra el camino seguro de la ciencia y la otra no. Así, la pregunta de la ontología es, además de susceptible de recibir una respuesta científica, una pregunta natural, al igual que la metafísica especial.
Es interminable esta historia. El sistema completo de Kant sirve para ir mostrado parte por parte que la relación entre la naturaleza de la razón y la naturaleza de la filosofía es una relación de identidad fuerte. Salve la afirmación de trascendental que Kant siempre tiene en la boca y que es muy difícil de desentrañar en todo su significado, la razón es un elemento natural, de lo cual se sigue sustancialmente que sus productos son naturales. En otro trabajo me dediqué a mostrar que la doctrina de las facultades, las divisiones del sistema crítico y la concepción de la metafísica que heredó Kant de sus predecesores son notablemente correspondientes unas con otras, teniendo las mismas partes y recibiendo caracterizaciones similares. Por sensatez no puedo contarle a medio mundo que Kant, al parecer, respalda mis inclinaciones hacia un naturalismo metafísico. Por sensatez, digo, porque sería increíblemente ridículo querer que medio mundo comprenda las razones que tengo para ello. Lo que llevo dicho es ya sumamente complicado y, lo peor, nada genial, por lo cual pocos ojos querrán desgastarse en palabrerías y pocos cerebros querrán llegar al calambre mental que les avise de haber comprendido. No hay nada que comprender, pienso a veces. Que me parezca que la metafísica o la filosofía sea una disposición natural (orgánica) de la naturaleza humana, es algo que todavía debo argumentar más concienzudamente. No me basta la distinción entre sustancial y estadístico para sostener que las preguntas filosóficas descansan en la naturaleza humana, quedando ver solamente cuántos se las plantean y cuantos no. Una tesis sustantiva no puede depender de un registro empírico de quién se pregunta por la inmortalidad tres veces a la semana o tres al año y quién no. Lo que me tranquiliza, sin embargo, es que yo mismo me siento obligado a precisar mis afirmaciones. La filosofía como disposición natural a plantearse ciertas preguntas es, a primera vista, interesante y sencilla. Las aspirinas quitan el dolor de cabeza, lo mismo que un buen tejido de palabras (explicaciones) calma la inquietud momentánea ante ciertas cuestiones filosóficas. Ahora, lo interesante pierde valor ante lo arrogante, y no me sentaré a esperar a que otro me acuse de esto, pues yo mismo no estoy de acuerdo con las consecuencias que se desprenden de mis afirmaciones.
La filosofía es una disposición natural a plantearse ciertas preguntas, pero no hay nada más extraño que un filósofo o que alguien que consciente y dedicadamente cargue en su espalda preguntas como las de si acaso Dios existe, o si acaso el alma es inmortal, o si acaso el mundo está regido por leyes o no. Es tonto. Nadie se hace estas preguntas, y por ello es usual decir que los filósofos (peyorativamente entendida la denominación) le andan buscando la quinta pata al gato, ya que hacer esto es más tonto aún, no obstante quepa la remota posibilidad de que la naturaleza nos sorprenda con un felino quintúpedo. Son conocidos, también, los dichos que el mundo griego legó a nuestras academias y que no pocos de nuestros profesores emplearon con un humor de mal gusto: “los filósofos son inhábiles en las cosas humanas y, en general, los filósofos pierden tiempo en cuestiones poco prácticas”, se nos decía con cara torpemente irónica y poco inteligente. Y no me estoy quejando. Sólo trato de hacer ver que lo correcto parece ser que el hombre es, por naturaleza, un ser poco filosófico, cosa que nos muestra el hecho de que no es muy natural andar por la calle pensando en estas preguntas que Kant consideró naturales y espontáneas a la razón y que hoy, en un giro más rudo, enmarcamos en la propuesta de que la filosofía es como un dolor de cabeza. Duele más la cabeza que lo que se filosofa. Y no es natural que se filosofe, aunque sí que duela la cabeza.
Tengo herramientas para enfrentar estas cuestiones, pero el té acabará enfriándose en el velador si continúo. Una de las cosas que me queda por discutir es la naturaleza metafísica del hombre. Llegaré a preguntarles a mis alumnos: “¿Es el hombre un ser metafísico?”, y preveo perfectamente la respuesta: un unísono y extrañamente convencido “Sí”. Tengo, en lo personal, mis dudas, sobre todo considerando que aquello de lo que menos que nos da luces nuestro mundo es de la naturaleza metafísica del hombre. Nuestro mundo es muy poco metafísico. Sin embargo, si
entendemos por metafísico una metafísica naturalista que ofrezca, en lo fundamental, una concepción naturalizada del pensamiento, esto es, una concepción tal que haga ver que el pensamiento es una relación causal entre una serie de representaciones mentales y que cada representación mental no difiere de la naturaleza de una piedra o de un madero, etc., y, aún más, que no hay diferencia de naturaleza entre el pensamiento de un elefante y el de un perro o un hombre, sino, en cambio, que todas esas pretendidas diferencias esenciales son sólo graduales, entonces
podríamos llegar a darle otros matices a nuestra valiosa creencia de que el hombre es un animal metafísico o de que la filosofía es una disposición natural, pues ambas serían entendidas bajo la perspectiva de una metafísica naturalista que, aunque todavía no existe, tanto me seduce.
Ya debe estar frío. Así que terminaré con una confesión: algún día crearé este sistema y ahí me quedaré sin respuesta para la pregunta qué es filosofía. Léase Dilthey y entiéndaseme. Tengo una foto de él ante mí, sobre unos libros y al lado de la de mi novia.
Esta entrada fue publicada el 20 de abril de 2007 por tábano. Se archivó dentro de Ensayos, número 1 y fue etiquetado con disposición, filosofía, kant, metafísica, naturalismo, nietzsche.
Gracias por el artículo.
Me permito: si dices que tus alumnos «suelen escucharme con mucha atención» es seguramente porque tú los escuchas así también.
1 de febrero de 2010 en 18:51
Un ensayo alegre. Hay un contraste entre los problemas filosóficos descritos, de que consta la disciplina, y el tono general del ensayo. Escrito, en efecto, silbando alegremente a lo largo de la exposición, el autor le dice al lector, no a los alumnos, que la filosofía se ocupa de asuntos graves y complicados que nadie ha podido resolver hasta ahora. ¿Cómo hace para estar tan contento ejerciendo de profesor de filosofía?
3 de febrero de 2010 en 15:03